Rosamel del Valle, Verónica, in El joven olvido, Nascimento, 1949, Santiago de Chile, Cile.
Verónica, aquel lino hinchado al viento
De la faz en fatiga. Lo he vuelto a ver en las calles
De mi ciudad. Y no era el asombro ardiente ni la prueba
Terrible y viva allí, en una red mágica, en una pesca de la cabeza
extraída. Ni era el abismo quien miraba a los pescadores
sin luz. Ni era la faz crecida en el lino. La faz que tus manos
extrajeron del umbral solo de la muerte.
Lo he vuelto a ver. La corona iba algo borrada y los ojos
Que la adoraban estaban lejos. Lejos, tal vez
En un altar y junto a lámparas votivas. Tal vez en un sueño
De terror si no lo amaban demasiado. Verónica, aquel lino
No era para la faz recogida por las hojas de higuera
De tus bellos dedos.
Y la multitud, húmeda aún, dos días después del diluvio.
Y los espantados profetas, los santos con aureola
Corrida hacia la espalda, cantaban. El canto lleno de espinas,
El canto desposado con el cielo y la tierra. Y tú,
Tú, vestida, florecida dentro de la túnica blanca,
Aún llevabas las manos en el aire, aún sujetabas la red
Con la cabeza herida. Y el canto bienhechor abría el paso
Al orgulloso muerto. O no, al bello resucitado de entre los vivos.
Mientras el cielo se teñía de árboles arrancados y el rayo
Daba frutos incomibles.
Había un gran invierno en aquellas barbas ardientes.
Había un sol cortado en cada boca. Y cantaban.
Cantaban sin duda, conducidos por la estrella mágica
Del amor a quien mataban allí, lejos de los olivos.
Paso a paso por la ciudad cuyos negocios habían cerrado
Ni más ni menos que los domingos. Aunque algunas ventanas
Ostentaban coronas de mirto y voces reunidas para sufrir
Al paso del lúgubre cortejo. Y tú, sólo tú, con aquel lino
Sobre el corazón: con aquella prueba eterna, la única, la linterna
de piedra, la faz en sangre, la faz pinchada en el rosal, de
pronto, atraída por la salvación y los perfumes rústicos.
¿Cómo no cerrar los oídos al canto? ¿Cómo ir entre las gentes
Hacia el suplicio, abandonada, ciega, sin el milagro esperado
Del Padre, sordo en el azul inmenso?
Y yo he estado allí, Verónica. Yo he seguido las gotas
Del dolor que caía de tus párpados. He tañido el laúd
Por los muertos. He leído en el libro. He aspirado
El azufre hacia el Calvario. Detrás de ti. Mi corazón
Cortaba sus rosas en silencio y contaba uno a uno
Los truenos que vendrían, justamente a la hora
De la más profunda muerte.
Oh, yo sabía que tu frente quería volver a las catacumbas;
Al consuelo de las viejas piedras, a la humedad
Del fervor sin guardias. Allí donde los pobres creían
Y crecían, tal vez en un jardín subterráneo, entre
antorchas y cantos casi sordos cuyo eco buscaba
salida hacia el cielo para llevar allá la flor
de la fe del corazón abierto.
Tu querías volver a la muerte. Tú querías
Olvidar el suplicio, latir de nuevo en la joven
Eternidad prometida. Regar el césped reseco del pecho.
Cuidar de las luces con aceite profundo
de tu alma. Limpiar la entrada. Mirar a lo hondo
de los ojos hermanos
Y poner hojas de higuera
A los pies de los viejos peregrinos,
Y tal vez besar de nuevo
La frente arrugada del leproso.
Oh, la faz iba oculta en un haz de leña
Conducido por un asno de la ciudad.
Tú eras esa faz. Tú no habrías negado con la soberbia
De aquél apóstol. Tú habrías levantado en alto
La herida terrestre, la congoja abandonada.
¿Qué era aquella eternidad en un lino? Un viento
De los olivos. Un viento solo, un viento con ojos de quimera.
Allí, cerca del sepulcro. El viento que barre las tumbas.
Sí, tu cabellera que pudiera barrer los corazones,
Limpiar las hojas sucias y hasta parar ese llanto
Que nada rescataba.
Tú, a quien yo amaba a pesar de ese lino.
A pesar de ese amor a milagros. Tú, cuyas manos yo veía
Brillar para siempre, cegar la boca que pudiera acercarse.
Tenías una lámpara en el corazón. Y yo lo sabía.
Ahora podemos hablar. Ahora puedo decir que el amor
Te llevó a rescatar el rostro herido. Querías
Guardar la imagen infeliz, tocar la eternidad abandonada.
¿Y entre quiénes iba? Aquellos que lo acompañaban
Mordían el amor y la fe. Seguían a un muerto distinto.
A un muerto sin mortaja, a un muerto que se iba
Con sus propios pasos al sepulcro. Una luz
Cortó su voluntad, siguió tu mano. Sabías
Guiar la eternidad. Sabías que aquel lino era el soplo
Para resucitar tu alma simple, para hacer cierta espiga
de la soledad abandonada. Y yo te veía sonreír,
sonreír hasta las lágrimas al ver allí la faz,
la faz que esperaba abrirse el cielo, desgranarse
el rayo, jadear la tempestad. La faz del hijo solo,
gavilla entre los hombres y la soldadesca. Gavilla
o rastrojo terrestre para el amor terrestre. Gavilla
del infierno para el terrible infierno. Y tus
lágrimas juntaban los ríos hacia el mar.
Con el tesoro sobre el pecho. La bandera, la eterna bandera
Para tu corazón sin amor. La linterna viva en el viento
Que nadie veía. Sólo tú, sólo tú, la extraña,
Allí entre todos con aquella cabeza de pájaro atormentado
En la mitad del vuelo.
Oh, qué hora tan sombría, Verónica. Tu alma esperaba
El ruido con que la gran presencia partiría el aire.
El arco iris de mil colores con el estómago negro
Por sobre los rayos y la tempestad desprendida.
Tú esperabas mostrar esa faz y salvarte. “No, yo no puedo
Perecer. No, el castigo no es para mis sienes. Mis manos
Lo retuvieron en el trance infeliz. Aquí está.
Aquí está. ¿Cómo perecerá conmigo su faz?”
Tú me esperabas. Un aire suave salía de casa y miraba.
Miraba sin ver. Pero nada venía. Nada se abría.
Nuevas lanzas sembraban el costado. Nuevos llantos.
Nuevas dudas crecían como viejos tilos en el pecho
De los apóstoles heridos. Y a lo lejos, las cruces.
Los brazos abiertos. La colina sombría. Y nada venía.
Ni vendrá. Todo será cumplido. Y el látigo crecía
Semejante a ortigas. Y tú con la carga de luz.
Tú con el lino en el aire.
Y te vuelvo a ver en la brillante ciudad. Ahora hay templos.
El oro en las cúpulas. Los nuevos apóstoles
Van alegres al banquete, aunque visten de negro. El cáliz
Es fresco vino. El pan es un manjar. Ninguna mujer
Envidia tu lino. Los órganos cantan lo que no se cantó.
Cantan a la muerte todavía. Hay que festejar. Sí, festejar
La buena caída, el trance terrible.
Y he ahí que en el muro de las catedrales
Crece el musgo. Crece la muerte. Crece el olvidado.
Y tú no estás. Tú no estás como entonces. Vas vestida de soirée.
Vas al baile de máscaras. Desciendes del Packard 1945.
Vas enguantada y con un sombrero de flores. Un joven apóstol
Te da el brazo. Los mendigos creen reconocerte y les tiembla
La mano sin monedas. Los pobres creen verte de nuevo
Cuando cruzas el pórtico y pisas fuerte en la nave.
Ahí estás, arrodillada. Casi feliz de orar sin esfuerzo.
Los cirios son eléctricos. Las alfombras no admitirían
los pies enlodados de los creyentes de las catacumbas.
Pedro viste un Palm Beach. Santiago luce su frac.
Pablo da quehacer al sastre debido a su obesidad.
Judas va al Estadio y no confiesa los domingos.
Mateo siente horror por las visiones.
Y tu joven apóstol bosteza. No eres muy bella cuando finges.
Él te prefiere en el lecho. Ardiente y abandonada.
Verónica, aquel lino.
Yo te veo desde afuera. Yo no entro allí.
Yo tengo el corazón puro, aunque esa eternidad lo enturbia.
No puedo adorar al dios perdido.
No puedo estar junto a aquella gente
Que vio el Calvario.
Pero tú eres el amor. ¿Qué será de aquel lino?
El mundo está de fiesta. Se adora al asesinado.
Se adora la muerte terrible.
No. Yo quiero vivir. Tú quieres vivir.
Y bien, yo me acuerdo de aquel lino.
Pero te veré esta noche.
Esta noche cuando el joven apóstol
Te abandone en el lecho
Para ir a orar
Al Huerto de los Olivos.
Traduzione in italiano di Manu |
Segnalato da Manu
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